martes, 3 de octubre de 2017

El Gran Concilio



La ciudadela del Consejo de los 18 era conocida como "El Bastión Elemental". Era el lugar más importante de todo Dámbil y poseía una increíble cualidad; era una ciudad flotante. El Bastión guardaba toda la historia de Dámbil; libros, tesoros y reliquias. Por esa razón se decidió usar una suerte de poderosos hechizos para ponerla fuera del alcance de influencias malvadas y elevarla varios cientos de metros en el cielo. En la ciudad no podía entrar cualquiera, y solo unos pocos elegidos  tenían la suerte de visitar este prodigio de la hechicería. Por todo ello, "El Bastión Elemental" estaba considerado como el lugar más seguro e inexpugnable de todo el mundo mágico. Hasta hoy.  
                  Pepi permanecía sentada frente a una de las muchas reliquias de la sala. Su rostro moreno y brillante como la piel de las aceitunas otoñales, descansaba sobre sus manos cruzadas. Sus ojos traviesos observaban una vitrina sin ver, sus ojos, normalmente vivos y llenos de picardía, estaban fijos, perdidos en la inmensidad de sus fantasías. 
- ¡Ay, qué guapo!- era lo único que balbuceaba la joven de vez en cuando con sonrisa bobalicona. 
                Pepi de los Wouters, miembro del Consejo los 18, era una muchacha feliz por naturaleza. Su poder nacía del cariño que sentía por los demás, siempre repartía abrazos y sonrisas con toda naturalidad, pero del mismo modo que resultaba adorable podía ser terrible con la gente que osaba dañar a  sus seres queridos. 
                   En la sala de las reliquias una voz empezó a llamarla con cierta urgencia.
- ¡Pepi ¿dónde estás? - el grito retumbaba por las salas distorsionando la voz de forma graciosa-.
                La que entraba en la sala buscando a Pepi era la guardiana de las Reliquias, la Señorita Agda. La mujer llevaba tanto tiempo en el Bastión que su conocimiento de los rincones, tesoros y reliquias no tenía parangón. Conocía la sala de las reliquias como la palma de su mano. Su veteranía y conocimiento la convertía en una de las personas imprescindibles de la ciudadela. Aquel día había aconsejado a Pepi que acompañara al invitado de honor, Jálibu,  mientras ella recorría los tortuosos pasillos del Bastión. Sus rodillas ya no eran las de antes y cada vez le costaba más superar los infinitos escalones que surgían aquí y allá. No obstante y a pesar de los achaques, nunca renunciaba a sus responsabilidades y jamás llegaba tarde a la degustación de un manjar. El dulce era su perdición. 

                Tras un rato buscando entre las vitrinas de la salas de las Reliquias, Agda encontró a Pepi. Se apresuró hasta llegar donde se hallaba ensimismada la joven. 
- Pero niña ¿acaso no me oyes? Llevo un rato buscándote, a ti y al muchacho - Agda zarandeaba suavemente a Pepi que parecía estar paralizada-.
                Un velo de confusión se disipó con el zarandeo de Agda y Pepi volvió a tomar el control de sí misma. Su rostro se contrajo en un gesto de extrañeza, se sentía como si hubiera estado durmiendo durante horas y la hubiesen despertado de un bonito sueño. 

- ¿Qué te pasa Pepi? ¿Te duele algo? - La voz de Agda sonaba ahora menos estridente y mucho más suave. Había visto el rostro de la joven y observó que algo no iba bien y su instinto le dijo que había algo maligno en la atmosfera de la sala- ¿Dónde está el muchacho? ¿Estaba contigo verdad?
- No, es decir, sí, Jalibú estaba conmigo y me hablaba con dulzura y me miraba con eso ojos y...- Pepi se detuvo, estaba claro que se esforzaba por recordar lo que había pasado pero una nebulosa cubría todos sus recuerdos. Solo veía aquellos dos zafiros observándola, cautivándola y la melosa voz de Jálibu acariciando sus oídos con cada palabra.

                Agda alzó la vista y escrutó la gran sala intentando localizar a Jálibu. Su corazón se le paró por un  instante al ver una vitrina abierta y se le escapó un grito de espanto. La Sala de las Reliquias era uno de los lugares más sagrados de toda la ciudadela y no podía concebir que alguien hubiera osado profanar aquel lugar. Se olvidó del dolor de sus rodillas y corrió con desesperación dentro de sus posibilidades. No  hacía falta que nadie la guiara, sabía perfectamente que aquel mueble estaba destinado a guardar un tratado de suma importancia. Era un documento de un valor incalculable, firmado durante el Gran Concilio para poner fin a la peor guerra conocida en el mundo mágico y que enfrentó durante 30 años a los humanos contra una alianza de orcos y trolls.  Los humanos, liderados por el Rey Brazofort y las huestes de orcos acaudilladas por el imponente Calverón se enfrentaron en numerosas ocasiones para disputarse El Pergamino Elemental. Después de tres décadas de conflictos se firmó la paz, pero dejando un reguero de sangre difícil de olvidar. 

                Agda llegó a la vitrina y lanzó un suspiro de alivio al comprobar que el documento estaba todavía en su lugar pero algo la inquietó. La posición del papel no era correcta y se apresuró a inspeccionarlo con detenimiento. 

                Pepi, ya recobrada de aquel extraño embrujo, había seguido a Agda en su carrera y observaba por encima del hombro el documento que sostenía la guardiana con delicada devoción. Las manos de Agda comenzaron a temblar con incontrolado nerviosismo, instintivamente la guardiana de las reliquias dejó el documento sobre su pedestal para no dañarlo. 
 - Alguien ha arrancado páginas - observó Pepi con seriedad mientras ponía una mano sobre el hombro de la guardiana para tratar de sosegarla-.
- Tres páginas, han arrancado tres páginas - repetía la guardiana  con la voz tremendamente cansada como si tratara de recobrarse de un puñetazo en el estómago-
- Pero para qué demonios querría alguien llevarse tres páginas - interrogó Pepi-.
- Si esas tres páginas son usadas con fines malvados podrían desencadenar la peor guerra que haya vivido Dámbil en siglos - la guardiana se giró y Pepi comprobó que los ojos de Agda brillaban a causa de las lágrimas que se le acumulaban.

                El eco de la sala se encargó de repetir con amargura la palabra "guerra". Pepi salió corriendo con toda la velocidad de sus jóvenes y fuertes piernas. Al cabo de unos instantes la voz de alarma corría por toda la ciudadela. Había sucedido lo imposible, habían robado en el Bastión.


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